5 May 2008

¿A dónde va la China?

Benoît Vermander, S.J.
Jesuita francés del Ricci Institute de Taipei, especialista en temas de China y director de una revista en chino y en inglés (www.erenlai.com). El artículo es una versión adaptada de capítulos de sus libros.

Desde hace 25 años China sigue un ritmo de crecimiento que se acerca al 10% anual. Sin embargo, este crecimiento va a la par con inestabilidad, tensiones y crecientes peligros.

El peligro más claro es la inestabilidad social: fracaso del sistema de salud; progresivo distanciamiento de ingresos entre las ciudades y el campo; irritante desigualdad educativa debida a la privatización de hecho de la educación, al no poder pagar muchas familias campesinas ni la educación secundaria ni la primaria; manifestaciones a raíz de la corrupción, de los accidentes en las minas y en las industrias, de la contaminación causada por empresas propiedad de dirigentes del Partido. Resultado: según las estadísticas oficiales, 86.000 manifestaciones el año 2005, frente a unas 10.000 hace pocos años. Las preocupaciones de los ciudadanos se centran actualmente en la protección médica, el ambiente, los desequilibrios del mercado del empleo, etc.

No menos reales son los peligros económicos y financieros. Dado el recalentamiento de la economía, el descenso de la demanda mundial puede multiplicar los riesgos de la sobre-inversión o del desempleo de los recién egresados. Existen también peligros ecológicos y sanitarios: dos tercios de los cursos de agua están contaminados; la tensión sobre los recursos energéticos va en aumento; riesgo de pandemias (gripe aviaria), explosión del SIDA, etc.

A todo esto habría que añadir las tensiones estratégicas. Las relaciones con el Japón siguen siendo tirantes; continúa ejerciéndose una creciente presión sobre Taiwán; la crisis con Corea está lejos de estar resuelta; se perfila una posible rivalidad con la India, pese a las promesas de cooperación entre los dos gigantes… Por otra parte, el constante incremento de las exportaciones y los retrasos en la devaluación del yuan hacen crecer la sospecha de cinismo del gobierno chino, que, bajo el pretexto del “ascenso pacífico”, lo que pretende en el fondo sería crear las condiciones de una dominación económica basada en la explotación de mano de obra mal pagada y desprotegida.

Por último, peligros políticos. El desencadenamiento efectivo de cualquiera de estas crisis puede debilitar el actual liderazgo, que sigue controlando muy duramente los medios. De ahí la frustración cada vez mayor en el tema de la prensa y de Internet. Sin embargo, un cambio político –incluso parcial—podría resultar sumamente peligroso, ya que podría venir acompañado de rebrotes de movimientos populistas que no tendrían nada de democrático. El ejército sigue siendo un factor esencial, aunque desde 1980 obedece al poder político.

Los sondeos y encuestas muestran, en general, los siguientes hechos:
- El resto del mundo mira el ascenso de poder de China como un hecho “neutro”: las opiniones negativas y positivas se equilibran;
- El grado de confianza de que gozan China y los chinos es bastante bajo;
- Los chinos mismos no se sienten particularmente apreciados por la sociedad internacional[1].

Para llegar a una inserción “cualitativa” de China en un gobierno mundial, sería preciso alimentar y justificar el discurso de que el mundo tiene necesidad de China. Y esto, por razón de su cultura, sus tradiciones, su dinamismo, sus recursos humanos. Porque las crisis que China va a tener que enfrentar son también las nuestras: medio ambiente, pandemias, pobreza, regulación del comercio internacional… Si China quiere superar sus tensiones internas y externas, debe convertirse en copartícipe activo de un buen gobierno mundial. Debe colocarse en la primera fila de las iniciativas asumidas contra el recalentamiento climático (que China sigue promoviendo[2]), contra la deforestación; luchando por la prevención de las epidemias, el desarrollo concertado de África, el apaciguamiento de los conflictos regionales, el control ético de la biotecnología, etc.

Interesa tanto a China como al mundo entero que este país se presente y actúe ante todo como un consocio activo y responsable, en la perspectiva de la solidaridad internacional y de un mejor gobierno mundial. En realidad, estas son responsabilidades anejas al ejercicio de todo poder. A decir verdad, Occidente está muy lejos de haber ejercido correctamente sus propias responsabilidades. Entrar un día en colaboración con una China que hubiera superado su crispación actual, nos enseñaría a todos a gestionar juntos el frágil mundo que se nos ha confiado.

Recuperando el tiempo

¿Será China un actor determinante del mundo de mañana? Es más que evidente. Pero para que esta evidencia cobre pleno sentido es preciso retroceder un poco en la historia. Recordemos de dónde viene la China para poder vislumbrar a dónde va.

1979: A pesar de haber terminado oficialmente con la “revolución cultural”, China está todavía exangüe. Su línea política es indecisa, las luchas entre facciones no terminan. Resulta difícil entrever lo que va creciendo bajo los escombros. En diciembre de ese año, la Asamblea popular ratifica la política de Deng Xiaoping. Comienza la era de las reformas y de la apertura. Desde el comienzo de los años 80 hasta el día de hoy, China va a experimentar la tasa de crecimiento más rápida del mundo y se recupera de manera espectacular, hasta el punto de verse propulsada al rango de una de las mayores potencias mundiales, cosa que nadie se hubiera arriesgado a imaginar hace treinta años.

1989 : Los sucesos de la primavera de Pekín sacuden violentamente al poder. Sigue una represión que parece hacerle perder toda legitimidad. El crecimiento económico pasa por un corto periodo de estrangulamiento. Parecería como si la pujanza china no fuera a durar más que diez años. Pero pronto los pronósticos más pesimistas quedan desmentidos. Es cierto que el poder pierde gran parte de su crédito moral, pero a partir de 1992 lanza una segunda fase de reformas que ensancha considerablemente el radio de acción de la sociedad civil. No obstante, iniciativa socio-económica y libertad política son dos campos cuidadosamente diferenciados. Los chinos tienen que abandonar el anhelo de una rápida democratización, pero se lanzan a nuevos campos, mientras prosigue en este periodo una profunda maduración intelectual y social.

1999: Final de siglo difícil para los dirigentes. En abril, un extraño movimiento, el Falun gong, hace su repentina aparición. Escuela de gimnasia respiratoria, movimiento de masas con pretensiones espirituales, sociales y políticas confusas, a través de inmensas manifestaciones pacíficas el Falun gong sacude al poder instalado. Tras algunos meses de vacilación, en julio el poder lanza una campaña de represión implacable. El movimiento es aplastado en China, pero poco a poco conquista una audiencia internacional. A pesar de ello, el Partido conseguirá hábilmente cambiar la opinión pública, inicialmente favorable al Falun gong, que poco a poco se convence del carácter sectario y desviacionista de la organización que dirige Li Hongzhi. Así, el poder no cede el control de lo que llama “la civilización espiritual” y mantiene el monopolio de la expresión ideológica. En 2002 y 2003, tras el éxito conseguido con el ingreso de China en la Organización Mundial del Comercio, oficializada en diciembre de 2001, un nuevo equipo sucede pacíficamente al que durante catorce años había dirigido Jiang Zemin. Hu Jintao conduce un Partido-Estado que confedera a los chinos a través de un proyecto de poder de dimensiones nacionales; un proyecto que, de sueño imposible se convierte en realidad tangible. En definitiva, el último cuarto de siglo se convierte para China en la aventura del tiempo recuperado, la reanudación de su destino propio con relación al resto del mundo.

Sobrevivir, jugar, ganar...

Así va la China, y la historia de los últimos años ilustra una capacidad de resistencia, una dinámica, una fuerza de recuperación que indudablemente provienen en gran parte de su capacidad de superar una historia traumática. Un pacto implícito aúna a los chinos entre sí: nunca más una revolución cultural, nunca más desórdenes con muertos en la plaza, nunca más humillaciones nacionales. Gracias a un estilo de gobierno pragmático y a concesiones de todo tipo, se trata de asegurar el futuro de la familia y de la patria, de sentirse orgullosos de los éxitos personales y colectivos de China como potencia mundial, capaz de tratar de igual a igual con un modelo tan admirado como temido: los Estados Unidos de América. Los chinos están convencidos que un día no lejano superarán a este modelo.

Crecimiento y reformas internas, junto con la afirmación de una posición nueva de China en los asuntos mundiales, son dos fenómenos que van a la par. Los chinos están hoy persuadidos de que la excelencia de su civilización, los valores culturales y morales que les caracterizan y la antigüedad de su historia contribuyen por sí mismas a asegurarles un puesto en el concierto mundial, aparte de su potencia demográfica. Sin embargo, están más convencidos todavía de que lo determinante en su posición y su influencia es su peso económico y militar como país. Realismo más que cinismo. Porque la ambición de que hace alarde el pueblo chino es la de ser plenamente parte del juego, como miembro respetado y reconocido por todos en una humanidad en cambio. Todo ello a pesar de que, en su lectura histórica, el periodo que se extiende de 1840 a 1949 fue para China el de la expoliación, el de la manipulación de su destino como nación por parte de los países occidentales y del Japón. Al propio tiempo, al igual que cualquier pueblo, los chinos actúan frecuentemente en función de la imagen que los otros tienen de ellos. Las expectativas de los otros actores mundiales estimularán en China su capacidad de comportarse como actor responsable e imaginativo.

En cualquier caso, el frenesí por ponerse al día se ha impuesto de tal manera en China, que le resulta realmente difícil creer que en los asuntos internacionales –como en el caso del deporte--, lo importante es sólo participar… El país que inventó los exámenes para mandarines permanece fiel a su tradición: en cualquier asunto hay que distinguir claramente a los primeros de los segundos y de los terceros. En las zonas montañosas no escolarizadas en un 75%, he sido testigo de las filigranas de los funcionarios por organizar y jerarquizar un grupo de escuelitas, a cuál más pobre.

Para la China, hay que ganar a toda costa. Esto no quiere decir necesariamente que haya que aplastar a los adversarios, pero sí superarlos. Y, una vez conseguida la victoria (nunca antes) proclamarla a bombo y platillo. Paradójicamente, sin duda esta actitud es la que constituye uno de los mayores peligros para la estabilidad de la China y para la capacidad del país de afirmarse como primero en la carrera.

Una carrera de obstáculos

La carrera china es una carrera de obstáculos. El primer obstáculo es, por supuesto, de orden económico. Por impresionante que sea el crecimiento chino, fundamentalmente sigue siendo de “recuperación”, sobre la base de un continuo desfase entre el capital efectivamente disponible en un momento dado y el resultado que se espera de la inversión. En otras palabras, la carrera del crecimiento es de rigor, porque cualquier baja en esta tasa pone inmediatamente en evidencia el papel que juegan los créditos dudosos, el déficit público, las inversiones arriesgadas. Cada vez se elevan más voces que señalan el peligro a que se expone el país con esta aceleración y con la creación de una “burbuja especulativa”, como la que afectó al Japón a fines de la década de los ochenta.

Bastaría que la coyuntura se volcara durante algunos meses, para que se precipitara una crisis bancaria, que podría desembocar en un desplome de la confianza y el consiguiente efecto dominó. El gobierno chino es muy consciente de los riesgos que se corren. Por esto mismo, ha constituido un fondo de prevención, ha congelado las reservas de cambio a un monto exageradamente elevado (sin par en la historia) y ha tomado otras medidas para poner remedio a un posible cuadro de catástrofe. Pero el gobierno está atrapado en la trampa de acelerar a todo tren, y da largas a las indispensables reformas de estructuras que podrían enfriar la máquina recalentada. De ahí, por ejemplo, los esfuerzos por impulsar el consumo, multiplicando las vacaciones y promoviendo los gastos superfluos. Aún así, el margen de crecimiento de “recuperación” (infraestructuras públicas, vivienda, inversiones industriales y ecológicas de base…) es tan importante, y la confianza del país en su futuro está tan arraigada, que no hay que creer fácilmente que un cambio de coyuntura se traduciría en seguida en una crisis estructural. Esto no quita que las señales de alarma se multiplican desde comienzo de 2007, entre ellas la especulación de la bolsa.

El segundo obstáculo consiste en la dificultad de impedir una rotura irreversible del tejido social. Los ingresos del sector rural y del urbano se distancian cada vez más[3]. La diferencia de los salarios y, más aún, la de los ingresos salariales y no salariales aumenta hasta tal punto, que la China está en proceso de convertirse en uno de los países con más desigualdades del mundo. La distancia entre las provincias ricas y pobres no hace más que crecer, ahondando el abismo entre la China pre-moderna y la China post-moderna.

Este desmantelamiento del tejido social no es sólo una fuente potencial de graves divisiones internas, sino que afecta la capacidad internacional de China de aplicar un modelo de desarrollo autónomo y responsable. El crecimiento chino no favorece sino débilmente el desarrollo humano; más aún, lo frena en algunos aspectos[4]. Otro tanto podría decirse del grave problema ecológico: deforestación, disminución de los recursos del agua, tasa de contaminación urbana que coloca a China a la cabeza de su categoría (“primer premio”, al que por una vez quisiera renunciar…). También en este punto la crisis interna impide a China hacerse escuchar en el escenario internacional con una voz autorizada.

A todo esto habría que añadir el grave obstáculo político que carga sobre el desarrollo chino y su capacidad de convertirse en uno de los protagonistas del mundo. China sigue siendo gobernada por un Partido-Estado de tipo leninista. Sin embargo, no hay que engañarse sobre la naturaleza de tal obstáculo. Ya he mencionado que la legitimidad del Partido-Estado se debe a su capacidad de garantizar un orden social que sea factor de prosperidad y poder. El Partido fue un partido de movilización, y la continuidad de la tasa de crecimiento, la conquista del espacio, los Juegos Olímpicos, la causa de la unificación nacional le aseguran todavía esta dimensión. Pero, incluso a los ojos de los mismos chinos, existen factores que hoy día contribuyen a hacer del Partido un obstáculo para el desarrollo del país. La corrupción (recientemente ilustrada por el escándalo de las operaciones inmobiliarias), suscita manifestaciones, erosiona la confianza pública y la rentabilidad financiera. La libertad de prensa y de información, prácticamente inexistente, ya no es considerada sólo como una reivindicación política sino como garantía de buena gestión y progreso social, económico y cultural. La generalización de las elecciones es asimismo considerada por muchos como una etapa necesaria para un proceso de desarrollo que, a fin de cuentas, exige transparencia de las operaciones y examen crítico de los balances.

El Partido ha jugado un rol histórico importante, que ahora crea las condiciones para su desaparición… Esta reflexión no deja de tener eco dentro del mismo Partido. No se puede descartar en absoluto que sus dirigentes sepan operar una reforma interna progresiva. Pero el camino es arriesgado y las resistencias del aparato son demasiado fuertes para dejarse llevar por el optimismo. En espera de una hipotética liberalización política, los numerosos atentados a los derechos humanos, las restricciones a la libertad de culto y de conciencia, el manejo del problema tibetano, la ausencia de legitimidad electoral limitan los alcances de la contribución de China en el escenario internacional.

Una visión internacional estrecha

Además de estos obstáculos, un factor más limita el alcance del rol de la China como actor mundial: una visión internacional estrecha y una concepción muy rígida de la soberanía e identidad nacionales.

La estrechez de la visión internacional se manifiesta a través de la fijación que China tiene sobre la cultura, el poder y el mercado de EE.UU., en detrimento de la atención que presta a los países asiáticos vecinos. Pese al discurso oficial sobre la necesidad de un mundo multipolar, pese a los contactos internacionales buscados por todas partes, la visión del pueblo chino es esencialmente bipolar: un mundo occidental, cuyo centro y esencia se encuentran en los EE.UU., frente a un mundo asiático en el que China es la fuerza dominante. Esta visión organiza y jerarquiza el mapa mental del mundo que tiene el pueblo chino. Esta simplificación resulta perjudicial para algunas de las naciones vecinas, que quisieran que China desempeñara un papel regional más importante, sobre todo para limitar o contrarrestar la influencia americana. Se va perfilando una evolución en este sentido, pero la concepción del mundo tan “soberanista” e “imperial” que sostiene China obstaculiza su ingreso a una multipolaridad y a una lógica regional efectivas.

La rigidez que marca la concepción de soberanía e identidad nacional se pone en evidencia en el modo de abordar el problema de Taiwán. El mito a-histórico de una patria intangible, de una cultura inmutable, de una etnia unificada, todas ellas parte de una estructura política y estatal incontestables, sirve de unción sagrada para el poder. Oficialmente, la única salida posible es la reunificación. La evolución de la isla hacia un proceso de autodeterminación es un casus belli de primer orden. Cualquier dirigente sospechoso de debilidad en la cuestión taiwanesa perdería inmediatamente su cargo. Sin embargo, también en este punto hay que advertir que las asperezas del discurso oficial encubren una flexibilidad política mayor que en el pasado.


Es de esperar que la China logre poco a poco superar estos obstáculos, de la misma manera que ha sabido hacerlo últimamente, en un proceso de desarrollo nada fácil de conducir. Los desafíos que enfrenta han de llevarla a modificar a fondo su cultura política y su sistema de poder. Para convertirse en un actor internacional coherente, influyente y responsable, tendrá que atravesar numerosas adaptaciones y sacrificios. Las decisiones que hoy se imponen cuestionan directamente ciertos aspectos fundamentales del sistema político y social del país. Ojalá el pragmatismo que ha demostrado la China en el último cuarto de siglo le ayude a abordar, con determinación y flexibilidad, los desafíos inéditos que le acarrean sus propios éxitos.
[1] Sobre la opinión internacional acerca de China y la percepción que los chinos tienen de sí mismos, ver la encuesta del Chicago Council on Global Affairs (mayo 2007) en: WorldPublicOpinion.org.
[2] La China se convirtió en 2007 en el primer productor mundial de gas del “efecto invernadero”.
[3] La distancia entre el ingreso de los habitantes rurales y el de los urbanos ha pasado de la relación 2,57 a 1 (1978) a la relación 3,22 a 1 (2005).
[4] Tema recurrente en el premio Nobel de economía Amartya Sen.

 
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